martes, 11 de noviembre de 2014

La arquitectura moral de la organización postmoderna

(The moral architecture of the postmodern organization)

Por: Eduardo Pateiro Fernández

TAREA: Elaborar un mapa conceptual.




Ilustración: El insigne pintor, adoptado en Portuguesa, Pastor García, amigo de mucho tiempo no solamente del pincel y del formato, sino de gerencia ética de la vida y sus circunstancias...Un merecido reconocimiento a quien como piensa y actúa...



RESUMEN 
 
Desde la antigüedad, la organización del trabajo se ha sustentado en premisas que han 
dejado evidencias de la irracionalidad arquitectónica de su diseño. Las profundas 
contradicciones derivadas de la supuesta incongruencia entre los conceptos de libertad y 
eficiencia sobre la que se han edificado los distintos modelos y enfoques organizacionales, 
atentan contra la esencia misma de la condición humana, produciendo un vacío de 
legitimación moral cuyos efectos anulan la posibilidad de alcanzar un clima de convivencia 
pacífica amparada en la razón, la pasión, el respeto y la comprensión. Esto demanda 
encontrar las bases ontológicas de una nueva forma organizacional, a través de la cual se 
haga justicia a la realidad dialógica del hombre y a las exigencias de la vida humana, 
procurando su desarrollo moral y el del contexto en el que interactúa. Para ello, 
considerando la organización como una realidad social configurada a partir de la 
construcción de significados, utilizando como hilo conductor los tres momentos del actuar 
ético propuestos por Dussel y apoyado en una metodología hermenéutica-dialéctica, se 
esbozan las líneas teóricas de una nueva arquitectura moral organizacional centrada en los 
conceptos de vida, consenso y factibilidad, llamando así a conjugar el poder de creación y 
trascendencia del hombre, con los más genuinos intereses desde los cuales se le otorga 
sentido a la acción colectiva. 
 
Palabras claves: Organización, Ética, Vida, Consenso, Factibilidad


1. Introducción al problema de la irracionalidad moral organizacional
«Seremos como ciegos que manosean el elefante que 
denominamos "organización", y llenos del sentido del deber 
informamos sobre sus verrugas, su trompa, sus rodillas y su 
cola, convencido cada uno de nosotros de haber encontrado la 
naturaleza exacta de la bestia. Pero lo peor es que ni siquiera 
estamos mirando a la misma bestia.» 
Charles Perrow 

A lo largo de la historia se han entretejido diversas teorías sobre el funcionamiento 
de las organizaciones, registrando por un lado, la evolución de las distintas realidades 
sociales en términos de valores, prioridades e intereses, y por el otro, dejando 
constancia de las distintas interpretaciones sobre una misma realidad. Cada una de esas 
teorías, atendiendo a pretensiones de validez bien argumentadas, concibió formas y 
mecanismos ideales de estructuración y gestión; pero todas ellas sustentaron su 
configuración en dos elementos comunes: la racionalidad y el poder. Ambos conceptos 
aún siguen conformando el espectro ontológico que sustenta el estudio de la naturaleza 
de las organizaciones y de sus fuentes de legitimación. 

Desde una perspectiva eminentemente teórica, la organización pudiera definirse 
como una imagen representativa de la sociedad, y como tal, una construcción 
culturalmente definida por los sujetos que la integran. Desde este punto de partida se 
entienden las palabras de Vilariño y Schoenh (1987:128), cuando afirman que “en la 
cultura organizativa se fundamentan los procesos de compromiso e identidad con la 
organización”, así como las de Echevarría (2000:265) cuando señala que la organización 
constituye el espacio en el que la gente, además de estar unida por una red de 
promesas mutuas, “comparte un pasado, una forma colectiva de hacer las cosas en el 
presente y un sentido común de dirección hacia el futuro” . Ahora bien, si en el plano 
fáctico esto fuese totalmente cierto, ¿cómo explicar la asimetría en las relaciones de 
poder que han venido operando desde los albores de la humanidad y sus grandes 
proyectos de construcción, hasta las más modernas corporaciones de principios de este 
siglo? De igual modo cabría preguntarse ¿cómo conjugar la racionalidad de la 
organización, con las manifestaciones disfuncionales que reducen el bienestar de sus 
integrantes, llegando incluso a anular la conciencia y con ella, la pérdida de la libertad y 
el sentido de la vida?


Repasando los distintos modelos organizacionales, desde Taylor y la Escuela de la 
Administración Científica hasta nuestros días, se advierte la desintegración de las dos 
dimensiones que Habermas identifica como insustituibles en su concepto de “mundo de 
vida” al escindirse lo sistémico de lo social. Así, mientras algunos teóricos le otorgan 
predominio a lo sistémico (Taylor, Weber, Bertalanffy, Mintzberg, e incluso Argyris, 
Herzberg, McGregor y Simon) otros en cambio, resaltan el papel de los equipos, las 
redes, la dirección participativa y la implicación de los trabajadores como determinantes 
fundamentales del éxito organizacional (Drucker, Bennis, Handy, Spreitzer, Cummings, 
Peters, Davenport, Lawler, Waterman); pero ahondando en las premisas y postulados de 
cada uno de esos modelos, pudiera sospecharse que cada uno de ellos, aún de modo 
bien intencionado, representa un concienzudo intento para legitimar el subdesarrollo 
moral de la propia organización, toda vez que predomina un conjunto de ideas morales 
impuestas, inicialmente ajenas a la conciencia reflexiva de los individuos, y como tales, 
restrictoras de la libertad y la autonomía individual. 

El ser autónomo (del griego autós: “uno mismo” y nomos: “ley”) es aquel que se 
obliga ante sí mismo, porque ha sido capaz de dictar su propio código moral haciendo 
efectiva su libertad para poder asumir una responsabilidad consigo mismo y ante los 
demás. De este modo, la libertad se advierte como recurso necesario para que las 
organizaciones, mediante el aporte individual y las competencias relacionales de sus 
integrantes, alcancen un nivel de desarrollo interior que permita lograr los objetivos 
comunes. Sanromá (s.f) lo ilustra muy bien cuando afirma: 
Todo está regido constantemente por leyes naturales y todo ordenado ó, como 
ahora se dice, organizado, no por la fuerza externa de la voluntad de un 
gobernante ó por la presión que ejercen los intereses egoístas de clases 
determinadas, sino por la fuerza íntima de la libertad y el general concierto de 
todos los intereses. (14,15) 

Siguiendo este hilo conductor, la organización como tal se desprende de una moral 
única, impuesta y autoproclamada a favor del ente de dominación, para convertirse en 
un espacio contextual caracterizado, en primera instancia, por la coexistencia de 
múltiples códigos morales, dialógicamente dispuestos para promover acuerdos 
racionales y garantizar la coincidencia de intereses comunes, previo entendimiento y 
comprensión de las diferencias a través del lenguaje y la comunicación. 

Este pluralismo moral, hermenéutico por naturaleza, encuentra sustentación en los 
dos elementos básicos de toda sociedad moral: el respeto y el debate sobre las razones 
de ese respeto (Grondona, 2004), y esto conduciría a la presunción moral básica de que 
los intereses generales de la organización no encontrarán oposición en los intereses 
particulares, lo cual nos remite a Habermas (ob.cit:38) cuando al referirse a la 
racionalidad de las personas, afirma que “Las normas de acción se presentan en su 
ámbito de validez con la intención de expresar (…) un interés común a todos los 
afectados” 

Dicho esto, no existirían razones para argumentar que el bienestar general de la 
organización sea contrapuesto al bienestar individual, o que los intereses individuales 
deban estar subordinados al interés colectivo. Todo lo contrario; el desarrollo de la 
organización debiera descansar sobre un acuerdo moral, edificado sobre la base de un 
mínimo y factible consenso, mediante el que sus integrantes proclamen su mutua y 
recíproca confianza ante las peculiaridades individuales. 

Es precisamente la ausencia de este acuerdo moral la que ha conducido a la 
catástrofe ética de los distintos modelos organizacionales gestados en la inspiración 
Weberiana, según la cual, los fines debían ser simplemente aceptados pues estaban 
asociados a una cultura determinada o a una tradición vigente, y en consecuencia, 
ajenos a la libertad de deliberación y elección. Así, al no corresponderse los fines de la 
organización con los fines de los medios (los individuos), la racionalidad instrumental en 
la que se han gestado las distintas teorías de la organización, demostraba de forma 
paralela la “irracionalidad de sus fines y en consecuencia su vacío ético” (Dussel, 
2.006:16), pues quebrantaba la libertad, la autonomía y el sentido de existencia de sus 
integrantes. 

De lo anterior emerge la idea sustantiva de que las organizaciones siguen 
afrontando un problema ético relacionado con su modo de pensar, el cual debe ser 
previamente reconocido para luego identificar los puntos críticos en los que se 
sustentaría cualquier propuesta de legitimación moral en el seno de la organización. 

2. En el camino de la legitimación moral

«Es particularmente importante, que tomemos distancia con 
respecto a las fuerzas centrífugas que genera el ritmo 
acelerado del cambio, porque el ideal de “progreso” nos puede 
llevar fácilmente en direcciones que nos hagan perder el 
contacto con los valores humanos.» 
                                                      Koïchiro Matsuura 


La narrativa mediante la que se han descrito, explicado y criticado los distintos 
paradigmas, enfoques, conceptos, categorías y modelos organizacionales, es compleja, 
difícil de interpretar y aún más difícil de asimilar satisfactoriamente. Todas las teorías son 
parciales y fragmentadas, e incluso se ha llegado a reconocer la incapacidad de la 
ciencia para determinar la mejor perspectiva de solución al problema de la 
inconmesurabilidad entre dichas teorías, hasta el punto que Lueken (Agüero, 2007) llega 
a proponer el constructivismo metódico a partir del cual, mediante la argumentación, 
pueda superarse la controversia y alcanzar cierto grado de consenso. 

Esto revela la enorme dificultad de la ciencia y de los teóricos de la administración, 
para encontrar un modelo capaz de responder al problema de legitimación; dificultad 
dada por el doble sentido que adquiere la organización cuando es visualizada desde una 
perspectiva ajena a la estrictamente instrumental: en primer término, el para qué de la 
organización (legitimación de los fines), y en segundo lugar, la forma cómo se pretenden 
alcanzar dichos fines (legitimación de los medios). Ambas vertientes poseen imbricadas 
consideraciones morales que traspasan los límites de la actuación individual, toda vez 
que las actitudes y los comportamientos personales están fuertemente condicionados 
por el contexto en el que se actúa. 
 
Morin (2006) ilustra lo anterior cuando afirma: “La comprensión humana comporta 
no solo la comprensión de la complejidad del ser humano, sino también la comprensión 
de las condiciones en que se conforman las mentalidades y se ejercen las acciones” 
(127); y quizás por ello, Lozano (2006:3) argumenta que la ética no es estrictamente 
personal, debiendo ir más allá del plano individual, tras reconocer que “en nuestro 
comportamiento nos influye mucho cómo están organizadas nuestras instituciones, cuál 
es su meta y su misión social, cuál es la imagen que tenemos y qué esperamos de 
ellas”...

2.1. La organización como arquitectura de vida 
«El sentido de la existencia es mío, porque es mi vida y no la 
de otro…» 
                                                                                Bernardo Fernández 


Para entender en su justa dimensión el concepto de «vida», se asume como cierto 
el significado que Fernández (2006) le otorga a ese término, refiriéndolo a la “capacidad 
de realizar operaciones por sí y desde sí mismo” (51), lo cual es coincidente con la 
propuesta de Echevarría (ob.cit) quien desde su perspectiva de la «ontología del 
lenguaje» sostiene que la vida es “el espacio en el que los individuos se inventan a sí 
mismos” (36). Ambos abordajes permiten apreciar que el hombre no está limitado a una 
condición determinada de existir, sino que en función de su naturaleza libre y perfectible, 
es capaz de decidir su respuesta ante un contexto que en principio le luce ajeno, 
haciendo prevalecer su propia subjetividad no solo para satisfacer una necesidad 
inmediata, sino también para lograr sus más profundos objetivos e ideales. 
Gracias a esa capacidad libre y voluntaria de actuar para alcanzar cierto grado de 
plenitud, el hombre, más que un ser respondiente a una realidad percibida, activa la 
realidad misma dándole sentido a su propia existencia, siendo aquí en donde la ética adquiere razón de ser. De ahí que con la expresión «arquitectura de vida» se desea 
hacer referencia al andamiaje del ámbito espacio-temporal en el que se le otorga sentido 
y significado a los hechos propios de una realidad práctica, socialmente compartida 
aunque moralmente fragmentada. Ahora bien, tal como lo comenta Fernández (2000), 
una sociedad en la cual ninguno de sus miembros crea lo mismo al mismo tiempo, no 
parecerá una sociedad; pero es precisamente esa falta de creencias comunes, la que 
constituye el sentido contemporáneo de cualquier comunidad, aún cuando esté 
organizada. 


Con esta visión postmoderna, Fernández concibe una atmósfera de vida 
caracterizada por la “inmediatez y transitoriedad de grupos, pensamientos, sentimientos, 
objetos, lugares, identidades, normas y verdades” (167). De este modo, el entendimiento 
del hombre y su dinámica de vida, presupone abandonar las arraigadas ideas y 
conceptos que partían del supuesto de la organización como medio para neutralizar a la 
bestia interior que reside en cada persona, pretendiendo con ello la eficacia, la 
certidumbre, el orden y el control, con los que se justificaba el acto de organizar. 


En el ambiente contemporáneo, la complejidad, la diversidad y el pluralismo definen 
las pautas de la acción individual ante un colectivo, por lo que intentar una determinada 
configuración estructural, aún con un estilo concreto de procesos decisorios y un 
equilibrio aparente en las relaciones de poder, sin percatarse de que la organización 
constituye un fenómeno social que no necesariamente se apoya en significados 
interpretativos compartidos, equivale a negar la identidad individual y por ende, a limitar 
el desarrollo y disfrute de la vida humana, creándose así una nueva bestia, poderosa e 
indomable, en la que el ejercicio exagerado de la razón eliminaría la afectividad y 
supondría “en el límite una ausencia de vida” (Morin, ob.cit: 150). 

Utilizando algunas metáforas empleadas por Morgan (1998) para analizar las 
distintas teorías organizacionales, se puede observar que todas ellas constituyen reflejos 
de las distintas imágenes del hombre «organizado». De hecho, la organización entendida 
como máquina, ve al hombre como un ser obediente, pero profundamente 
deshumanizado; la organización vista como organismo, lo concibe como un ser 
adaptativo que lucha para sobrevivir (no para vivir) en un mundo de continuos cambios; 
la organización como cerebro, llega a entenderlo como un ser potencialmente dispuesto 
al aprendizaje y a la auto-organización, por lo que necesariamente debe supeditarse a  un patrón de normas instrumentalmente dispuestas para evitar comportamientos nocivos 
o indeseables, mientras que la organización vista como cultura, considera al hombre 
como un ser subordinado a una realidad compartida y por lo tanto, manejable en función 
de sus intereses, creencias, valores e ideologías.

 
En este punto se avizora el condicionamiento ejercido por la organización sobre sus 
integrantes, puesto que la acriticidad general sobre los distintos diseños estructurales, 
asumidos y puestos en práctica por quienes son poseedores del poder de decisión, han 
conducido a legitimar las prácticas organizacionales sustentadas predominantemente en 
un enfoque instrumental gestado en la modernidad, que enaltece la racionalidad, niega el 
carácter subjetivo del mundo de vida y, en consecuencia, coarta el desarrollo moral de 
sus miembros. 

Dussel argumenta que “actuar éticamente significa producir, reproducir y desarrollar 
la vida de cada ser humano” (18). Relacionando esta afirmación con el concepto de 
“vida” esbozado en el primer párrafo de este apartado, se advierte que la perfección del 
hombre solo podrá adquirirse a través del ejercicio su libertad, por lo que todo contexto 
en el que haga vida, estaría llamado a constituirse en un medio para potenciar su 
desarrollo personal y coadyuvar a su plenitud; pero una somera revisión de los 
fundamentos que sustentan cada una de las imágenes del hombre y de la organización, 
revela la incapacidad de éstas para responder a las «convicciones de fondo» con las que 
Habermas introdujo su concepto de «mundo de vida», vislumbrándose la ausencia de 
respeto e interés por la libertad y el deseo de perfectibilidad inmanente a la condición 
humana, por lo que inconscientemente, ante el vacío ético que la caracteriza y la posible 
ruptura del frágil acuerdo moral que posibilita su articulación, las organizaciones se 
encuentran en permanente riesgo de desintegración. 

A la vista de las diferentes formas de control organizativo, y dada la tendencia de las 
organizaciones tradicionales a restringir la capacidad voluntaria de actuación, esta 
situación se torna más compleja aún, pues mientras mayor sea el riesgo percibido de 
desintegración, mayor será también la incapacidad de la organización para respetar el 
ejercicio de la libertad. Tal como apuntan Vilariño y Schoenh (ob.cit), en la medida que 
los problemas sean más generalizados, más graves sus consecuencias, o mayor sea la amenaza a la coalición dominante, más fuerte será también la presión del sistema para 
recurrir a todo tipo de mecanismos de control. 

A partir de los planteamientos críticos aquí formulados, emerge la idea de una 
nueva imagen organizacional como el lugar en donde el individuo asegure la 
permanencia de su condición humana. De este modo, la organización enfocada como 
arquitectura de vida, está sustentada en el acuerdo tácito de alcanzar el objetivo común 
de coadyuvar a la plenitud y a la perfectibilidad del hombre, a quien concibe como un ser 
quien antes que responder a una realidad (en principio, ajena), activa la realidad misma 
en función de su particular proyecto de vida. Consecuentemente, la organización así 
entendida se inscribe en una nueva geometría de la razón y la pasión, caracterizada por 
el respeto hacia el conjunto de prácticas racionales y emocionales capaces de configurar 
-y defender- el acuerdo moral en el que se asienta la búsqueda del perfeccionamiento 
humano y como tal, el sentido de su existencia. 
 
2.2. La organización como arquitectura del consenso 
«El sentido de la existencia es mío, porque es mi vida y no la 
de otro, pero no todo en ese proyecto de vida está sujeto a mis 
decisiones…» 
                                                                   Bernardo Fernández 


El segundo momento del actuar ético propuesto por Dussel, da cuenta que la acción 
humana no sólo debe ser el producto de un consenso entre quienes conducen y 
controlan la organización, sino también entre quienes trabajan en ella y entre quienes 
desde el exterior, se ven afectados por sus acciones. Este consenso, alcanzado 
mediante la racionalidad de las personas dispuestas al entendimiento, es lo que le otorga 
sentido al mundo social, por lo que sobre la base de estas consideraciones iniciales, las 
instancias dialógicas de convivencia y comunicación debieran lucir como determinantes 
éticas de la organización contemporánea, por encima incluso de otros factores 
históricamente reconocidos como prioritarios, tales como el poder, la remuneración o el 
estilo de gestión empleado. 


Si bien la organización vista como arquitectura de vida se vincula con la naturaleza 
del hombre y sus fines existenciales, la «arquitectura del consenso» se proyecta como 
el modo mediante el cual, el ser aspira alcanzar dichos fines con arreglo a su libertad política. Sin embargo, aún reconociendo la intersubjetividad como fuente de diálogo para 
el acercamiento de los diferentes puntos de vista morales, la búsqueda del consenso en 
la organización no debiera ser considerada por sí sola como garantía de satisfacción del 
ideal de vida y convivencia, puesto que tal como lo aclara Ayllón (2006) “el consenso 
solo es legítimo cuando todos aceptan normas básicas de conducta moral” (108). En 
consecuencia, el actuar ético que fundamenta la convivencia, solamente pudiera estar 
sustentado en sólidos principios morales, no susceptibles de discusión alguna por parte 
de los miembros de la organización. 


Para que sea legítimo, el pretendido consenso dentro de una determinada 
comunidad moral (organización), no debiera estar solamente enfocado al modo en que 
deban actuar las personas con divergencias en algunas cuestiones fundamentales, sino 
que inicialmente debiera estar orientado a crear las condiciones propias del medio en el 
que se pretendan ejercer esas interacciones, favoreciendo incluso la permanencia de 
antagonismos, contradicciones, ambigüedades e incertidumbres, como mecanismos de 
desarrollo moral y aseguramiento de la convivencia pacífica. Esto revela un horizonte 
mucho más amplio que la tolerancia, el respeto por la diversidad o la simple negociación 
de acuerdos políticos, ya que lleva implícito la negociación de valores. Ahora bien, 
¿cuáles serían las pautas de esta negociación y cuál el estilo de pensamiento en la que 
transcurriría? 


Para aproximar la respuesta a esta interrogante conviene señalar que “la realidad es 
una construcción mental que se plasma en la comunicación” (Zimmermann; 2004:15), y 
como tal, cada miembro contribuye a construir una realidad social organizacional 
configurada a partir de la construcción de significados, siendo preciso considerar los 
postulados de Wenger (1999) quien afirma que dicha construcción supone un proceso de 
negociación, lo cual, además de implicar una continua interacción, envuelve dos 
procesos constitutivos: la «participación» y la «reificación». Según este autor, la 
participación es el proceso complejo de hacer, hablar, pensar y sentir, en el que se 
conjuga la experiencia social de vivir en el mundo como miembro activamente implicado 
en una comunidad social, mientras que el concepto de reificación está vinculado a la 
expresión “making into a thing” (58) con la que Wenger refiere el conjunto de procesos, 
no necesariamente sujetos a reglas prediseñadas o adecuadas según las normas de 
uso, mediante los cuales se construye la experiencia personal y se gestan los diferentes puntos de vista, acotando que incorpora un amplio rango de procesos que, entre otros,
incluye la fabricación, el diseño, la representación, la codificación, la descripción, la 
percepción, la interpretación, el uso, la decodificación y la modificación. 


Dicho lo anterior, se advierte que la complejidad de las organizaciones de corte 
tradicional, caracterizadas por un estilo de pensamiento convergente hacia un objetivo 
predeterminado por las instancias de poder, sin considerar las distintas percepciones de 
los actores involucrados, se torna aún más confusa si a la diversidad cultural y al 
pluralismo moral que reina entre sus miembros, se le añade la brecha entre la 
experiencia personal (gestada desde la reificación) y la experiencia social (gestada 
desde la participación). Así pudiera explicarse que dado el debilitamiento de su sentido 
para la “correspondencia social, que constituye la fuente fundamental de su actitud 
moral.” (Llano y otros; 1992: 20), el hombre se comporte socialmente de modo distinto a 
como piensa, no siendo de extrañar que ante los posibles dilemas a los que deba 
enfrentarse, mas que sentir la necesidad de responder ante los demás, prefiera 
concentrarse sobre sí mismo. 


La carencia del consenso genuino en la organización tradicional, deriva del 
entrecruzamiento de propósitos individuales que, desligados del mundo objetivo y al no 
compartir una misma fuente de actitud moral, suponen la necesaria aceptación de una 
incertidumbre creciente, contraria a la lógica que ha dominado la evolución de las 
distintas teorías administrativas y de la organización. No obstante, el reconocimiento de 
la incertidumbre, la transitoriedad, la inmediatez y la ausencia de verdades absolutas 
como características generales del mundo de vida contemporáneo, obliga a la gestión 
consciente de las instancias de diálogo y comunicación, sustentada en un estilo de 
pensamiento divergente y en la visión compartida del modo como al hombre se le 
permitirá alcanzar sus fines existenciales. Solo así habrá oportunidad para la 
coexistencia pacífica en la que transcurrirá el proyecto común de desarrollo moral, 
mediante el cual se pueda garantizar el compromiso y la viabilidad de la realidad social 
auto-construida y compartida desde las diferencias. 


De los párrafos precedentes se desprende que la organización entendida como 
arquitectura del consenso, no solo defiende la naturaleza existencial del hombre y su 
autonomía, sino que al mismo tiempo posibilita las decisiones y la cooperación en 
procura de la equidad, la credibilidad, la confianza y la legitimidad del medio en el que se pretenden ejercer las interacciones entre personas racionales dotadas de diferentes 
concepciones morales, convirtiéndose éstas en razones de hecho para respetar, de 
modo consciente, el acuerdo moral que permitirá transitar “entre las rocas del ayer y las 
arenas movedizas del mañana” (Bauman, 2005:254) 

Consecuentemente, así entendida, la organización transita del actual énfasis 
monológico en la «imposición», -conducente al acatamiento defensivo de los fines y las 
normas de convivencia-, a la construcción dialógica intersubjetiva de las razones que sus 
miembros esgrimirán para coadyuvar al desarrollo de un esfuerzo colectivo y respaldado 
en un acuerdo moralmente alcanzado para sostener el nuevo orden social, 
inscribiéndose, por tanto, en una nueva geometría del poder caracterizada por el respeto 
hacia el conjunto de prácticas discursivas capaces de sustentar la coincidencia de 
intereses, en concordancia con los fines contemplados en los múltiples y muy 
particulares proyectos de vida. 
 
2.3. La organización como arquitectura de lo factible 
«La libertad no se refiere a lo que queremos hacer, sino a lo 
que podemos hacer» 
                                                                     Fernando Savater 

El tercer momento ético planteado por Dussel, se contextualiza en términos de 
“actuar considerando lo que es posible bajo las condiciones reales en las que se actúa” 
(ob.cit.:21), por lo que relacionándolo con los dos apartados anteriores, esta posibilidad 
de actuación estaría referida, tanto a la protección de la vida y el respeto por la condición 
humana, como a la construcción colectiva y razonada del modo en la que ella transcurre. 
No existirían razones para promover y respetar la condición humana, mientras dichas 
razones no se adviertan como factibles. Igualmente, pretender un proyecto común de 
desarrollo moral no adquiriría sentido práctico hasta que no se aprecie la factibilidad de 
alcanzar un acuerdo razonado. 

La imagen de lo factible nace en el acto racional y complejo de comprender, en el 
que se funde lo ontológico, lo epistemológico y lo metodológico. Así, ante múltiples 
racionalidades emergerán también múltiples comprensiones de los hechos y 
circunstancias que moldean el mundo de vida; por lo que con la expresión «arquitectura  de lo factible» se apunta a la construcción de la plataforma reflexiva necesaria para la 
comprensión de las múltiples realidades objetivas y subjetivas, a partir de la cuales se 
vislumbre la posibilidad de alcanzar el perfeccionamiento humano en un clima de 
coexistencia pacífica. 

Siguiendo a Morin (1999), se necesitan dos formas de comprensión para garantizar 
la solidaridad intelectual y moral de la humanidad: la comprensión intelectual u objetiva; y 
la comprensión humana intersubjetiva, lo cual es coincidente con los dos procesos de 
construcción de la cultura, en los que López (2003) sustenta «el mundo de lo humano»: 
la objetivización de su vivir, mediante el que se afirma como humano y configura el 
mundo material; y la subjetivización a través de la cual construye su cosmovisión. De 
este modo, como bien lo apunta López, “la cultura no solo estimula el producir sino que 
facilita el comprender”. 

Desde esta perspectiva, la inteligibilidad a partir de la información y la explicación, 
es condición necesaria para comprender el mundo; pero reducir el concepto de 
«comprensión» a la aplicación de los medios objetivos de conocer, conduciría al 
predominio de una lógica simplista que desembocaría en una racionalidad externa 
centrada en el mundo material, no favoreciendo la construcción de la propia identidad y 
mucho menos, la aceptación del carácter interrelacionado de la vida. Esto merece dos 
acotaciones: 

En primer lugar, la comprensión de la realidad para determinar la condición de 
factible o infactible de algo que se pretende, estará supeditada al estilo de pensamiento 
empleado, así como al rol que se le atribuya al lenguaje, bien como representación del 
mundo de vida (visión moderna), o como constituyente de éste (visión postmoderna). Es 
por ello que en el ámbito organizacional postmoderno, reconocer la factibilidad que 
pudiera emerger de este estilo de pensamiento, obligaría previamente a alejarse de las 
corrientes cognitivo funcionalistas que han señalado la evolución de las distintas teorías 
administrativas, adoptando una forma de comprensión capaz de superar los 
reduccionismos clásicos, para que de este modo, y dentro de un contexto social 
discursivo, poder abarcar la complejidad, la pluralidad, la heterogeneidad, la 
incertidumbre y la subjetividad. 


Bajo este punto de vista, aún sin desechar su importancia, la comprensión que 
resalta la postmodernidad no es la del mundo objetivo, intelectual o cognitivo, sino más 
bien, la del mundo sociocultural e intersubjetivo construido a partir del lenguaje, por lo 
que el acto de comprender, más que depender del esfuerzo individual para atribuirle un 
significado al mundo exterior, derivaría de la interdependencia entre individuos capaces 
de comunicación; en otras palabras, son los procesos sociales los que le otorgan sentido 
a la realidad, y quizás por ello, López (ob.cit) afirma que“…la comprensión es el medio y 
el fin de la comunicación humana”.

Como segunda acotación, debe puntualizarse la imagen de lo factible como 
evocación de lo aún no realizado. La factibilidad descansa en un ideal proyectado a la 
luz de la comprensión de las circunstancias que definen la realidad. Ahora bien, siendo el 
lenguaje el constituyente del mundo de vida -tal como lo aclara la visión postmoderna-, y 
estando fundamentalmente supeditada la comprensión de la realidad a la 
interdependencia que opera en los procesos sociales, se advierte la imposibilidad de 
caracterizar como factible aquello que no haya sido previamente enmarcado dentro del 
acuerdo moral que sostendrá el orden social, puesto que desde una perspectiva 
postmoderna, la factibilidad así entendida no tendría sustento ontológico alguno. 
De lo anterior se desprende que la imagen de lo factible deriva de la forma de 
comprender y ésta, del estilo de pensamiento empleado. Por lo tanto y de modo 
asociativo, la perspectiva ética de la factibilidad demanda a su vez, una ética de la 
comprensión que sólo podrá emerger tras el cambio en el modo de pensar. Comprensión 
ésta, abocada al entendimiento intelectual y humano de una realidad intersubjetiva, 
construida mediante el lenguaje a partir de la individualidad y de la sociabilidad. 
Hechas estas aclaraciones, la organización vista como arquitectura de lo factible se 
inscribe en una nueva geometría de la interdependencia, puesto que no existirán 
razones morales para quebrar la recíproca relación de dependencia entre el hombre 
(quien hace vida para la organización) y la organización (la cual existe para el individuo). 
Ambas instancias son fines y medios al mismo tiempo, por lo que así entendidas, la 
organización, más que para un fin monológicamente factible, se concibe con el fin de 
organizar la coexistencia factible, traspasando la frontera de la comprensión para 
situarse en la acción, la cual se torna apetecible puesto que en esencia, de lo que se 
trata es de ejercer la libertad y de vivir éticamente la cotidianidad. 

3. A modo de conclusión

La realidad social se está modificando, por lo que las organizaciones, en su carácter 
de realidades sociales transformativas, no pueden seguir expresándose en términos de 
estructuras normativas que mediante determinados procesos procuren alcanzar 
determinados fines. Tampoco pueden seguir observándose desde la óptica del 
organismo social, con una vida y cultura pretendidamente propias, a expensas del 
desacoplamiento entre los propios individuos y la organización que los agrupa. Si se 
acepta lo anterior, fácilmente se entenderá que la arquitectura racional con la que se han 
diseñado las distintas formas organizacionales, no es garantía de eficiencia, puesto que 
la irracionalidad de sus propios fines conduce a la exclusión, a la manipulación, a la 
pérdida del sentido de vida, a la gradual deshumanización del individuo, y con ella, a la 
desintegración de la propia organización. 

A la luz de la modernidad, las distintas teorías organizacionales se han desarrollado 
considerando la organización como unidad de cambio. Probablemente éste haya sido el 
germen de los más disímiles y graves problemas de gestión a los que se han dedicado 
miles de páginas intentado explicar sus razones y sus posibles soluciones. Hoy, por el 
contrario, dado el reconocimiento del poder de creación y trascendencia del individuo, 
surge la figura del hombre como el centro de ese cambio, introduciendo un giro 
cualitativo en torno a la esfera de lo humano y otorgándole un nuevo significado moral a 
la organización, al ser entendida como una realidad social configurada a partir de la 
construcción de significados. 

Dicho esto, el núcleo moral de la organización vista como arquitectura de vida, 
consenso y factibilidad, abona el camino ético para sostener de modo efectivo, la 
convivencia amparada en la razón, la pasión, el respeto y la comprensión. Esta 
arquitectura moral será capaz de alentar el necesario diálogo multicultural en procura de 
la solidaridad, la equidad y la justicia, entendidas éstas como las bases de la nueva ética 
mundial, la cual y en palabras de López (ob. cit.) 
 

“…tiene sus raíces en la conciencia de lo sagrado de la vida, en los peligros 
mortales que hoy la rodean, en el carácter interrelacionado del vivir y, que 
transciende todos los sistemas de lealtades y creencias existentes en el 
planeta, guardando para todos ellos un profundo respeto y admiración, pues en 
ellos estaría el verdadero sustento y aliento de esa nueva ética.” 

Es esta la imagen de la organización que apunta a su evolución amparada en el 
desarrollo moral de sus miembros, haciendo justicia a una realidad dialógicamente 
dispuesta a la que el hombre se le enfrenta al mismo tiempo que la construye. Toda 
meditación sobre el futuro de la organización, requiere de su reflexión sobre la vida del 
hombre, siendo esta arquitectura moral la que hunde sus raíces en las exigencias de la 
vida humana, promoviendo la confianza en sí mismo como antecesor de la confianza en 
los demás, y resaltando la más íntima e intransferible cualidad del hombre: la del 
ejercicio de su propia voluntad para alcanzar un ideal de vida consustanciado con la 
propia naturaleza humana. 

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