Por: Eduardo Pateiro Fernández
TAREA: Elaborar un mapa conceptual.
Ilustración: El insigne pintor, adoptado en Portuguesa, Pastor García, amigo de mucho tiempo no solamente del pincel y del formato, sino de gerencia ética de la vida y sus circunstancias...Un merecido reconocimiento a quien como piensa y actúa...
RESUMEN
Desde la antigüedad, la organización del trabajo se ha sustentado en premisas que han
dejado evidencias de la irracionalidad arquitectónica de su diseño. Las profundas
contradicciones derivadas de la supuesta incongruencia entre los conceptos de libertad y
eficiencia sobre la que se han edificado los distintos modelos y enfoques organizacionales,
atentan contra la esencia misma de la condición humana, produciendo un vacío de
legitimación moral cuyos efectos anulan la posibilidad de alcanzar un clima de convivencia
pacífica amparada en la razón, la pasión, el respeto y la comprensión. Esto demanda
encontrar las bases ontológicas de una nueva forma organizacional, a través de la cual se
haga justicia a la realidad dialógica del hombre y a las exigencias de la vida humana,
procurando su desarrollo moral y el del contexto en el que interactúa. Para ello,
considerando la organización como una realidad social configurada a partir de la
construcción de significados, utilizando como hilo conductor los tres momentos del actuar
ético propuestos por Dussel y apoyado en una metodología hermenéutica-dialéctica, se
esbozan las líneas teóricas de una nueva arquitectura moral organizacional centrada en los
conceptos de vida, consenso y factibilidad, llamando así a conjugar el poder de creación y
trascendencia del hombre, con los más genuinos intereses desde los cuales se le otorga
sentido a la acción colectiva.
Palabras claves: Organización, Ética, Vida, Consenso, Factibilidad
1. Introducción al problema de la irracionalidad moral organizacional
«Seremos como ciegos que manosean el elefante que
denominamos "organización", y llenos del sentido del deber
informamos sobre sus verrugas, su trompa, sus rodillas y su
cola, convencido cada uno de nosotros de haber encontrado la
naturaleza exacta de la bestia. Pero lo peor es que ni siquiera
estamos mirando a la misma bestia.»
Charles Perrow
A lo largo de la historia se han entretejido diversas teorías sobre el funcionamiento
de las organizaciones, registrando por un lado, la evolución de las distintas realidades
sociales en términos de valores, prioridades e intereses, y por el otro, dejando
constancia de las distintas interpretaciones sobre una misma realidad. Cada una de esas
teorías, atendiendo a pretensiones de validez bien argumentadas, concibió formas y
mecanismos ideales de estructuración y gestión; pero todas ellas sustentaron su
configuración en dos elementos comunes: la racionalidad y el poder. Ambos conceptos
aún siguen conformando el espectro ontológico que sustenta el estudio de la naturaleza
de las organizaciones y de sus fuentes de legitimación.
Desde una perspectiva eminentemente teórica, la organización pudiera definirse
como una imagen representativa de la sociedad, y como tal, una construcción
culturalmente definida por los sujetos que la integran. Desde este punto de partida se
entienden las palabras de Vilariño y Schoenh (1987:128), cuando afirman que “en la
cultura organizativa se fundamentan los procesos de compromiso e identidad con la
organización”, así como las de Echevarría (2000:265) cuando señala que la organización
constituye el espacio en el que la gente, además de estar unida por una red de
promesas mutuas, “comparte un pasado, una forma colectiva de hacer las cosas en el
presente y un sentido común de dirección hacia el futuro” . Ahora bien, si en el plano
fáctico esto fuese totalmente cierto, ¿cómo explicar la asimetría en las relaciones de
poder que han venido operando desde los albores de la humanidad y sus grandes
proyectos de construcción, hasta las más modernas corporaciones de principios de este
siglo? De igual modo cabría preguntarse ¿cómo conjugar la racionalidad de la
organización, con las manifestaciones disfuncionales que reducen el bienestar de sus
integrantes, llegando incluso a anular la conciencia y con ella, la pérdida de la libertad y
el sentido de la vida?
Repasando los distintos modelos organizacionales, desde Taylor y la Escuela de la
Administración Científica hasta nuestros días, se advierte la desintegración de las dos
dimensiones que Habermas identifica como insustituibles en su concepto de “mundo de
vida” al escindirse lo sistémico de lo social. Así, mientras algunos teóricos le otorgan
predominio a lo sistémico (Taylor, Weber, Bertalanffy, Mintzberg, e incluso Argyris,
Herzberg, McGregor y Simon) otros en cambio, resaltan el papel de los equipos, las
redes, la dirección participativa y la implicación de los trabajadores como determinantes
fundamentales del éxito organizacional (Drucker, Bennis, Handy, Spreitzer, Cummings,
Peters, Davenport, Lawler, Waterman); pero ahondando en las premisas y postulados de
cada uno de esos modelos, pudiera sospecharse que cada uno de ellos, aún de modo
bien intencionado, representa un concienzudo intento para legitimar el subdesarrollo
moral de la propia organización, toda vez que predomina un conjunto de ideas morales
impuestas, inicialmente ajenas a la conciencia reflexiva de los individuos, y como tales,
restrictoras de la libertad y la autonomía individual.
El ser autónomo (del griego autós: “uno mismo” y nomos: “ley”) es aquel que se
obliga ante sí mismo, porque ha sido capaz de dictar su propio código moral haciendo
efectiva su libertad para poder asumir una responsabilidad consigo mismo y ante los
demás. De este modo, la libertad se advierte como recurso necesario para que las
organizaciones, mediante el aporte individual y las competencias relacionales de sus
integrantes, alcancen un nivel de desarrollo interior que permita lograr los objetivos
comunes. Sanromá (s.f) lo ilustra muy bien cuando afirma:
Todo está regido constantemente por leyes naturales y todo ordenado ó, como
ahora se dice, organizado, no por la fuerza externa de la voluntad de un
gobernante ó por la presión que ejercen los intereses egoístas de clases
determinadas, sino por la fuerza íntima de la libertad y el general concierto de
todos los intereses. (14,15)
Siguiendo este hilo conductor, la organización como tal se desprende de una moral
única, impuesta y autoproclamada a favor del ente de dominación, para convertirse en
un espacio contextual caracterizado, en primera instancia, por la coexistencia de
múltiples códigos morales, dialógicamente dispuestos para promover acuerdos
racionales y garantizar la coincidencia de intereses comunes, previo entendimiento y
comprensión de las diferencias a través del lenguaje y la comunicación.
Este pluralismo moral, hermenéutico por naturaleza, encuentra sustentación en los
dos elementos básicos de toda sociedad moral: el respeto y el debate sobre las razones
de ese respeto (Grondona, 2004), y esto conduciría a la presunción moral básica de que
los intereses generales de la organización no encontrarán oposición en los intereses
particulares, lo cual nos remite a Habermas (ob.cit:38) cuando al referirse a la
racionalidad de las personas, afirma que “Las normas de acción se presentan en su
ámbito de validez con la intención de expresar (…) un interés común a todos los
afectados”
Dicho esto, no existirían razones para argumentar que el bienestar general de la
organización sea contrapuesto al bienestar individual, o que los intereses individuales
deban estar subordinados al interés colectivo. Todo lo contrario; el desarrollo de la
organización debiera descansar sobre un acuerdo moral, edificado sobre la base de un
mínimo y factible consenso, mediante el que sus integrantes proclamen su mutua y
recíproca confianza ante las peculiaridades individuales.
Es precisamente la ausencia de este acuerdo moral la que ha conducido a la
catástrofe ética de los distintos modelos organizacionales gestados en la inspiración
Weberiana, según la cual, los fines debían ser simplemente aceptados pues estaban
asociados a una cultura determinada o a una tradición vigente, y en consecuencia,
ajenos a la libertad de deliberación y elección. Así, al no corresponderse los fines de la
organización con los fines de los medios (los individuos), la racionalidad instrumental en
la que se han gestado las distintas teorías de la organización, demostraba de forma
paralela la “irracionalidad de sus fines y en consecuencia su vacío ético” (Dussel,
2.006:16), pues quebrantaba la libertad, la autonomía y el sentido de existencia de sus
integrantes.
De lo anterior emerge la idea sustantiva de que las organizaciones siguen
afrontando un problema ético relacionado con su modo de pensar, el cual debe ser
previamente reconocido para luego identificar los puntos críticos en los que se
sustentaría cualquier propuesta de legitimación moral en el seno de la organización.
2. En el camino de la legitimación moral
«Es particularmente importante, que tomemos distancia con
respecto a las fuerzas centrífugas que genera el ritmo
acelerado del cambio, porque el ideal de “progreso” nos puede
llevar fácilmente en direcciones que nos hagan perder el
contacto con los valores humanos.»
Koïchiro Matsuura
La narrativa mediante la que se han descrito, explicado y criticado los distintos
paradigmas, enfoques, conceptos, categorías y modelos organizacionales, es compleja,
difícil de interpretar y aún más difícil de asimilar satisfactoriamente. Todas las teorías son
parciales y fragmentadas, e incluso se ha llegado a reconocer la incapacidad de la
ciencia para determinar la mejor perspectiva de solución al problema de la
inconmesurabilidad entre dichas teorías, hasta el punto que Lueken (Agüero, 2007) llega
a proponer el constructivismo metódico a partir del cual, mediante la argumentación,
pueda superarse la controversia y alcanzar cierto grado de consenso.
Esto revela la enorme dificultad de la ciencia y de los teóricos de la administración,
para encontrar un modelo capaz de responder al problema de legitimación; dificultad
dada por el doble sentido que adquiere la organización cuando es visualizada desde una
perspectiva ajena a la estrictamente instrumental: en primer término, el para qué de la
organización (legitimación de los fines), y en segundo lugar, la forma cómo se pretenden
alcanzar dichos fines (legitimación de los medios). Ambas vertientes poseen imbricadas
consideraciones morales que traspasan los límites de la actuación individual, toda vez
que las actitudes y los comportamientos personales están fuertemente condicionados
por el contexto en el que se actúa.
Morin (2006) ilustra lo anterior cuando afirma: “La comprensión humana comporta
no solo la comprensión de la complejidad del ser humano, sino también la comprensión
de las condiciones en que se conforman las mentalidades y se ejercen las acciones”
(127); y quizás por ello, Lozano (2006:3) argumenta que la ética no es estrictamente
personal, debiendo ir más allá del plano individual, tras reconocer que “en nuestro
comportamiento nos influye mucho cómo están organizadas nuestras instituciones, cuál
es su meta y su misión social, cuál es la imagen que tenemos y qué esperamos de
ellas”...
2.1. La organización como arquitectura de vida
«El sentido de la existencia es mío, porque es mi vida y no la
de otro…»
Bernardo Fernández
Para entender en su justa dimensión el concepto de «vida», se asume como cierto
el significado que Fernández (2006) le otorga a ese término, refiriéndolo a la “capacidad
de realizar operaciones por sí y desde sí mismo” (51), lo cual es coincidente con la
propuesta de Echevarría (ob.cit) quien desde su perspectiva de la «ontología del
lenguaje» sostiene que la vida es “el espacio en el que los individuos se inventan a sí
mismos” (36). Ambos abordajes permiten apreciar que el hombre no está limitado a una
condición determinada de existir, sino que en función de su naturaleza libre y perfectible,
es capaz de decidir su respuesta ante un contexto que en principio le luce ajeno,
haciendo prevalecer su propia subjetividad no solo para satisfacer una necesidad
inmediata, sino también para lograr sus más profundos objetivos e ideales.
Gracias a esa capacidad libre y voluntaria de actuar para alcanzar cierto grado de
plenitud, el hombre, más que un ser respondiente a una realidad percibida, activa la
realidad misma dándole sentido a su propia existencia, siendo aquí en donde la ética adquiere razón de ser. De ahí que con la expresión «arquitectura de vida» se desea
hacer referencia al andamiaje del ámbito espacio-temporal en el que se le otorga sentido
y significado a los hechos propios de una realidad práctica, socialmente compartida
aunque moralmente fragmentada. Ahora bien, tal como lo comenta Fernández (2000),
una sociedad en la cual ninguno de sus miembros crea lo mismo al mismo tiempo, no
parecerá una sociedad; pero es precisamente esa falta de creencias comunes, la que
constituye el sentido contemporáneo de cualquier comunidad, aún cuando esté
organizada.
Con esta visión postmoderna, Fernández concibe una atmósfera de vida
caracterizada por la “inmediatez y transitoriedad de grupos, pensamientos, sentimientos,
objetos, lugares, identidades, normas y verdades” (167). De este modo, el entendimiento
del hombre y su dinámica de vida, presupone abandonar las arraigadas ideas y
conceptos que partían del supuesto de la organización como medio para neutralizar a la
bestia interior que reside en cada persona, pretendiendo con ello la eficacia, la
certidumbre, el orden y el control, con los que se justificaba el acto de organizar.
En el ambiente contemporáneo, la complejidad, la diversidad y el pluralismo definen
las pautas de la acción individual ante un colectivo, por lo que intentar una determinada
configuración estructural, aún con un estilo concreto de procesos decisorios y un
equilibrio aparente en las relaciones de poder, sin percatarse de que la organización
constituye un fenómeno social que no necesariamente se apoya en significados
interpretativos compartidos, equivale a negar la identidad individual y por ende, a limitar
el desarrollo y disfrute de la vida humana, creándose así una nueva bestia, poderosa e
indomable, en la que el ejercicio exagerado de la razón eliminaría la afectividad y
supondría “en el límite una ausencia de vida” (Morin, ob.cit: 150).
Utilizando algunas metáforas empleadas por Morgan (1998) para analizar las
distintas teorías organizacionales, se puede observar que todas ellas constituyen reflejos
de las distintas imágenes del hombre «organizado». De hecho, la organización entendida
como máquina, ve al hombre como un ser obediente, pero profundamente
deshumanizado; la organización vista como organismo, lo concibe como un ser
adaptativo que lucha para sobrevivir (no para vivir) en un mundo de continuos cambios;
la organización como cerebro, llega a entenderlo como un ser potencialmente dispuesto
al aprendizaje y a la auto-organización, por lo que necesariamente debe supeditarse a un patrón de normas instrumentalmente dispuestas para evitar comportamientos nocivos
o indeseables, mientras que la organización vista como cultura, considera al hombre
como un ser subordinado a una realidad compartida y por lo tanto, manejable en función
de sus intereses, creencias, valores e ideologías.
En este punto se avizora el condicionamiento ejercido por la organización sobre sus
integrantes, puesto que la acriticidad general sobre los distintos diseños estructurales,
asumidos y puestos en práctica por quienes son poseedores del poder de decisión, han
conducido a legitimar las prácticas organizacionales sustentadas predominantemente en
un enfoque instrumental gestado en la modernidad, que enaltece la racionalidad, niega el
carácter subjetivo del mundo de vida y, en consecuencia, coarta el desarrollo moral de
sus miembros.
Dussel argumenta que “actuar éticamente significa producir, reproducir y desarrollar
la vida de cada ser humano” (18). Relacionando esta afirmación con el concepto de
“vida” esbozado en el primer párrafo de este apartado, se advierte que la perfección del
hombre solo podrá adquirirse a través del ejercicio su libertad, por lo que todo contexto
en el que haga vida, estaría llamado a constituirse en un medio para potenciar su
desarrollo personal y coadyuvar a su plenitud; pero una somera revisión de los
fundamentos que sustentan cada una de las imágenes del hombre y de la organización,
revela la incapacidad de éstas para responder a las «convicciones de fondo» con las que
Habermas introdujo su concepto de «mundo de vida», vislumbrándose la ausencia de
respeto e interés por la libertad y el deseo de perfectibilidad inmanente a la condición
humana, por lo que inconscientemente, ante el vacío ético que la caracteriza y la posible
ruptura del frágil acuerdo moral que posibilita su articulación, las organizaciones se
encuentran en permanente riesgo de desintegración.
A la vista de las diferentes formas de control organizativo, y dada la tendencia de las
organizaciones tradicionales a restringir la capacidad voluntaria de actuación, esta
situación se torna más compleja aún, pues mientras mayor sea el riesgo percibido de
desintegración, mayor será también la incapacidad de la organización para respetar el
ejercicio de la libertad. Tal como apuntan Vilariño y Schoenh (ob.cit), en la medida que
los problemas sean más generalizados, más graves sus consecuencias, o mayor sea la amenaza a la coalición dominante, más fuerte será también la presión del sistema para
recurrir a todo tipo de mecanismos de control.
A partir de los planteamientos críticos aquí formulados, emerge la idea de una
nueva imagen organizacional como el lugar en donde el individuo asegure la
permanencia de su condición humana. De este modo, la organización enfocada como
arquitectura de vida, está sustentada en el acuerdo tácito de alcanzar el objetivo común
de coadyuvar a la plenitud y a la perfectibilidad del hombre, a quien concibe como un ser
quien antes que responder a una realidad (en principio, ajena), activa la realidad misma
en función de su particular proyecto de vida. Consecuentemente, la organización así
entendida se inscribe en una nueva geometría de la razón y la pasión, caracterizada por
el respeto hacia el conjunto de prácticas racionales y emocionales capaces de configurar
-y defender- el acuerdo moral en el que se asienta la búsqueda del perfeccionamiento
humano y como tal, el sentido de su existencia.
2.2. La organización como arquitectura del consenso
«El sentido de la existencia es mío, porque es mi vida y no la
de otro, pero no todo en ese proyecto de vida está sujeto a mis
decisiones…»
Bernardo Fernández
El segundo momento del actuar ético propuesto por Dussel, da cuenta que la acción
humana no sólo debe ser el producto de un consenso entre quienes conducen y
controlan la organización, sino también entre quienes trabajan en ella y entre quienes
desde el exterior, se ven afectados por sus acciones. Este consenso, alcanzado
mediante la racionalidad de las personas dispuestas al entendimiento, es lo que le otorga
sentido al mundo social, por lo que sobre la base de estas consideraciones iniciales, las
instancias dialógicas de convivencia y comunicación debieran lucir como determinantes
éticas de la organización contemporánea, por encima incluso de otros factores
históricamente reconocidos como prioritarios, tales como el poder, la remuneración o el
estilo de gestión empleado.
Si bien la organización vista como arquitectura de vida se vincula con la naturaleza
del hombre y sus fines existenciales, la «arquitectura del consenso» se proyecta como
el modo mediante el cual, el ser aspira alcanzar dichos fines con arreglo a su libertad política. Sin embargo, aún reconociendo la intersubjetividad como fuente de diálogo para
el acercamiento de los diferentes puntos de vista morales, la búsqueda del consenso en
la organización no debiera ser considerada por sí sola como garantía de satisfacción del
ideal de vida y convivencia, puesto que tal como lo aclara Ayllón (2006) “el consenso
solo es legítimo cuando todos aceptan normas básicas de conducta moral” (108). En
consecuencia, el actuar ético que fundamenta la convivencia, solamente pudiera estar
sustentado en sólidos principios morales, no susceptibles de discusión alguna por parte
de los miembros de la organización.
Para que sea legítimo, el pretendido consenso dentro de una determinada
comunidad moral (organización), no debiera estar solamente enfocado al modo en que
deban actuar las personas con divergencias en algunas cuestiones fundamentales, sino
que inicialmente debiera estar orientado a crear las condiciones propias del medio en el
que se pretendan ejercer esas interacciones, favoreciendo incluso la permanencia de
antagonismos, contradicciones, ambigüedades e incertidumbres, como mecanismos de
desarrollo moral y aseguramiento de la convivencia pacífica. Esto revela un horizonte
mucho más amplio que la tolerancia, el respeto por la diversidad o la simple negociación
de acuerdos políticos, ya que lleva implícito la negociación de valores. Ahora bien,
¿cuáles serían las pautas de esta negociación y cuál el estilo de pensamiento en la que
transcurriría?
Para aproximar la respuesta a esta interrogante conviene señalar que “la realidad es
una construcción mental que se plasma en la comunicación” (Zimmermann; 2004:15), y
como tal, cada miembro contribuye a construir una realidad social organizacional
configurada a partir de la construcción de significados, siendo preciso considerar los
postulados de Wenger (1999) quien afirma que dicha construcción supone un proceso de
negociación, lo cual, además de implicar una continua interacción, envuelve dos
procesos constitutivos: la «participación» y la «reificación». Según este autor, la
participación es el proceso complejo de hacer, hablar, pensar y sentir, en el que se
conjuga la experiencia social de vivir en el mundo como miembro activamente implicado
en una comunidad social, mientras que el concepto de reificación está vinculado a la
expresión “making into a thing” (58) con la que Wenger refiere el conjunto de procesos,
no necesariamente sujetos a reglas prediseñadas o adecuadas según las normas de
uso, mediante los cuales se construye la experiencia personal y se gestan los diferentes puntos de vista, acotando que incorpora un amplio rango de procesos que, entre otros,
incluye la fabricación, el diseño, la representación, la codificación, la descripción, la
percepción, la interpretación, el uso, la decodificación y la modificación.
Dicho lo anterior, se advierte que la complejidad de las organizaciones de corte
tradicional, caracterizadas por un estilo de pensamiento convergente hacia un objetivo
predeterminado por las instancias de poder, sin considerar las distintas percepciones de
los actores involucrados, se torna aún más confusa si a la diversidad cultural y al
pluralismo moral que reina entre sus miembros, se le añade la brecha entre la
experiencia personal (gestada desde la reificación) y la experiencia social (gestada
desde la participación). Así pudiera explicarse que dado el debilitamiento de su sentido
para la “correspondencia social, que constituye la fuente fundamental de su actitud
moral.” (Llano y otros; 1992: 20), el hombre se comporte socialmente de modo distinto a
como piensa, no siendo de extrañar que ante los posibles dilemas a los que deba
enfrentarse, mas que sentir la necesidad de responder ante los demás, prefiera
concentrarse sobre sí mismo.
La carencia del consenso genuino en la organización tradicional, deriva del
entrecruzamiento de propósitos individuales que, desligados del mundo objetivo y al no
compartir una misma fuente de actitud moral, suponen la necesaria aceptación de una
incertidumbre creciente, contraria a la lógica que ha dominado la evolución de las
distintas teorías administrativas y de la organización. No obstante, el reconocimiento de
la incertidumbre, la transitoriedad, la inmediatez y la ausencia de verdades absolutas
como características generales del mundo de vida contemporáneo, obliga a la gestión
consciente de las instancias de diálogo y comunicación, sustentada en un estilo de
pensamiento divergente y en la visión compartida del modo como al hombre se le
permitirá alcanzar sus fines existenciales. Solo así habrá oportunidad para la
coexistencia pacífica en la que transcurrirá el proyecto común de desarrollo moral,
mediante el cual se pueda garantizar el compromiso y la viabilidad de la realidad social
auto-construida y compartida desde las diferencias.
De los párrafos precedentes se desprende que la organización entendida como
arquitectura del consenso, no solo defiende la naturaleza existencial del hombre y su
autonomía, sino que al mismo tiempo posibilita las decisiones y la cooperación en
procura de la equidad, la credibilidad, la confianza y la legitimidad del medio en el que se pretenden ejercer las interacciones entre personas racionales dotadas de diferentes
concepciones morales, convirtiéndose éstas en razones de hecho para respetar, de
modo consciente, el acuerdo moral que permitirá transitar “entre las rocas del ayer y las
arenas movedizas del mañana” (Bauman, 2005:254)
Consecuentemente, así entendida, la organización transita del actual énfasis
monológico en la «imposición», -conducente al acatamiento defensivo de los fines y las
normas de convivencia-, a la construcción dialógica intersubjetiva de las razones que sus
miembros esgrimirán para coadyuvar al desarrollo de un esfuerzo colectivo y respaldado
en un acuerdo moralmente alcanzado para sostener el nuevo orden social,
inscribiéndose, por tanto, en una nueva geometría del poder caracterizada por el respeto
hacia el conjunto de prácticas discursivas capaces de sustentar la coincidencia de
intereses, en concordancia con los fines contemplados en los múltiples y muy
particulares proyectos de vida.
2.3. La organización como arquitectura de lo factible
«La libertad no se refiere a lo que queremos hacer, sino a lo
que podemos hacer»
Fernando Savater
El tercer momento ético planteado por Dussel, se contextualiza en términos de
“actuar considerando lo que es posible bajo las condiciones reales en las que se actúa”
(ob.cit.:21), por lo que relacionándolo con los dos apartados anteriores, esta posibilidad
de actuación estaría referida, tanto a la protección de la vida y el respeto por la condición
humana, como a la construcción colectiva y razonada del modo en la que ella transcurre.
No existirían razones para promover y respetar la condición humana, mientras dichas
razones no se adviertan como factibles. Igualmente, pretender un proyecto común de
desarrollo moral no adquiriría sentido práctico hasta que no se aprecie la factibilidad de
alcanzar un acuerdo razonado.
La imagen de lo factible nace en el acto racional y complejo de comprender, en el
que se funde lo ontológico, lo epistemológico y lo metodológico. Así, ante múltiples
racionalidades emergerán también múltiples comprensiones de los hechos y
circunstancias que moldean el mundo de vida; por lo que con la expresión «arquitectura de lo factible» se apunta a la construcción de la plataforma reflexiva necesaria para la
comprensión de las múltiples realidades objetivas y subjetivas, a partir de la cuales se
vislumbre la posibilidad de alcanzar el perfeccionamiento humano en un clima de
coexistencia pacífica.
Siguiendo a Morin (1999), se necesitan dos formas de comprensión para garantizar
la solidaridad intelectual y moral de la humanidad: la comprensión intelectual u objetiva; y
la comprensión humana intersubjetiva, lo cual es coincidente con los dos procesos de
construcción de la cultura, en los que López (2003) sustenta «el mundo de lo humano»:
la objetivización de su vivir, mediante el que se afirma como humano y configura el
mundo material; y la subjetivización a través de la cual construye su cosmovisión. De
este modo, como bien lo apunta López, “la cultura no solo estimula el producir sino que
facilita el comprender”.
Desde esta perspectiva, la inteligibilidad a partir de la información y la explicación,
es condición necesaria para comprender el mundo; pero reducir el concepto de
«comprensión» a la aplicación de los medios objetivos de conocer, conduciría al
predominio de una lógica simplista que desembocaría en una racionalidad externa
centrada en el mundo material, no favoreciendo la construcción de la propia identidad y
mucho menos, la aceptación del carácter interrelacionado de la vida. Esto merece dos
acotaciones:
En primer lugar, la comprensión de la realidad para determinar la condición de
factible o infactible de algo que se pretende, estará supeditada al estilo de pensamiento
empleado, así como al rol que se le atribuya al lenguaje, bien como representación del
mundo de vida (visión moderna), o como constituyente de éste (visión postmoderna). Es
por ello que en el ámbito organizacional postmoderno, reconocer la factibilidad que
pudiera emerger de este estilo de pensamiento, obligaría previamente a alejarse de las
corrientes cognitivo funcionalistas que han señalado la evolución de las distintas teorías
administrativas, adoptando una forma de comprensión capaz de superar los
reduccionismos clásicos, para que de este modo, y dentro de un contexto social
discursivo, poder abarcar la complejidad, la pluralidad, la heterogeneidad, la
incertidumbre y la subjetividad.
Bajo este punto de vista, aún sin desechar su importancia, la comprensión que
resalta la postmodernidad no es la del mundo objetivo, intelectual o cognitivo, sino más
bien, la del mundo sociocultural e intersubjetivo construido a partir del lenguaje, por lo
que el acto de comprender, más que depender del esfuerzo individual para atribuirle un
significado al mundo exterior, derivaría de la interdependencia entre individuos capaces
de comunicación; en otras palabras, son los procesos sociales los que le otorgan sentido
a la realidad, y quizás por ello, López (ob.cit) afirma que“…la comprensión es el medio y
el fin de la comunicación humana”.
Como segunda acotación, debe puntualizarse la imagen de lo factible como
evocación de lo aún no realizado. La factibilidad descansa en un ideal proyectado a la
luz de la comprensión de las circunstancias que definen la realidad. Ahora bien, siendo el
lenguaje el constituyente del mundo de vida -tal como lo aclara la visión postmoderna-, y
estando fundamentalmente supeditada la comprensión de la realidad a la
interdependencia que opera en los procesos sociales, se advierte la imposibilidad de
caracterizar como factible aquello que no haya sido previamente enmarcado dentro del
acuerdo moral que sostendrá el orden social, puesto que desde una perspectiva
postmoderna, la factibilidad así entendida no tendría sustento ontológico alguno.
De lo anterior se desprende que la imagen de lo factible deriva de la forma de
comprender y ésta, del estilo de pensamiento empleado. Por lo tanto y de modo
asociativo, la perspectiva ética de la factibilidad demanda a su vez, una ética de la
comprensión que sólo podrá emerger tras el cambio en el modo de pensar. Comprensión
ésta, abocada al entendimiento intelectual y humano de una realidad intersubjetiva,
construida mediante el lenguaje a partir de la individualidad y de la sociabilidad.
Hechas estas aclaraciones, la organización vista como arquitectura de lo factible se
inscribe en una nueva geometría de la interdependencia, puesto que no existirán
razones morales para quebrar la recíproca relación de dependencia entre el hombre
(quien hace vida para la organización) y la organización (la cual existe para el individuo).
Ambas instancias son fines y medios al mismo tiempo, por lo que así entendidas, la
organización, más que para un fin monológicamente factible, se concibe con el fin de
organizar la coexistencia factible, traspasando la frontera de la comprensión para
situarse en la acción, la cual se torna apetecible puesto que en esencia, de lo que se
trata es de ejercer la libertad y de vivir éticamente la cotidianidad.
3. A modo de conclusión
La realidad social se está modificando, por lo que las organizaciones, en su carácter
de realidades sociales transformativas, no pueden seguir expresándose en términos de
estructuras normativas que mediante determinados procesos procuren alcanzar
determinados fines. Tampoco pueden seguir observándose desde la óptica del
organismo social, con una vida y cultura pretendidamente propias, a expensas del
desacoplamiento entre los propios individuos y la organización que los agrupa. Si se
acepta lo anterior, fácilmente se entenderá que la arquitectura racional con la que se han
diseñado las distintas formas organizacionales, no es garantía de eficiencia, puesto que
la irracionalidad de sus propios fines conduce a la exclusión, a la manipulación, a la
pérdida del sentido de vida, a la gradual deshumanización del individuo, y con ella, a la
desintegración de la propia organización.
A la luz de la modernidad, las distintas teorías organizacionales se han desarrollado
considerando la organización como unidad de cambio. Probablemente éste haya sido el
germen de los más disímiles y graves problemas de gestión a los que se han dedicado
miles de páginas intentado explicar sus razones y sus posibles soluciones. Hoy, por el
contrario, dado el reconocimiento del poder de creación y trascendencia del individuo,
surge la figura del hombre como el centro de ese cambio, introduciendo un giro
cualitativo en torno a la esfera de lo humano y otorgándole un nuevo significado moral a
la organización, al ser entendida como una realidad social configurada a partir de la
construcción de significados.
Dicho esto, el núcleo moral de la organización vista como arquitectura de vida,
consenso y factibilidad, abona el camino ético para sostener de modo efectivo, la
convivencia amparada en la razón, la pasión, el respeto y la comprensión. Esta
arquitectura moral será capaz de alentar el necesario diálogo multicultural en procura de
la solidaridad, la equidad y la justicia, entendidas éstas como las bases de la nueva ética
mundial, la cual y en palabras de López (ob. cit.)
“…tiene sus raíces en la conciencia de lo sagrado de la vida, en los peligros
mortales que hoy la rodean, en el carácter interrelacionado del vivir y, que
transciende todos los sistemas de lealtades y creencias existentes en el
planeta, guardando para todos ellos un profundo respeto y admiración, pues en
ellos estaría el verdadero sustento y aliento de esa nueva ética.”
Es esta la imagen de la organización que apunta a su evolución amparada en el
desarrollo moral de sus miembros, haciendo justicia a una realidad dialógicamente
dispuesta a la que el hombre se le enfrenta al mismo tiempo que la construye. Toda
meditación sobre el futuro de la organización, requiere de su reflexión sobre la vida del
hombre, siendo esta arquitectura moral la que hunde sus raíces en las exigencias de la
vida humana, promoviendo la confianza en sí mismo como antecesor de la confianza en
los demás, y resaltando la más íntima e intransferible cualidad del hombre: la del
ejercicio de su propia voluntad para alcanzar un ideal de vida consustanciado con la
propia naturaleza humana.
Referencia bibliográfica
Agüero, Juan (2.007) Teoría de la administración: un campo fragmentado y
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